martes, 29 de mayo de 2012

Cuento: La Bella Durmiente

Este es un cuento popular europeo.  Una de sus más conocidas versiones fue escrita por Charles Perrault y fue publicado en el libro "Mamá Ganso" en 1697.  También existe la de los hermanos Grimm.  La versión que más se ha dado a conocer es la de Walt Disney de la década de los 50s.

LA BELLA DURMIENTE
Charles Perrault 


Hace muchos años, en un reino lejano, una reina dio a luz una hermosa niña. Para la fiesta del bautizo, los reyes invitaron a todas las hadas del reino pero, desgraciadamente, se olvidaron de invitar a la más malvada.

Aunque no haya sido invitada, la hada maligna se presentó al castillo y, al pasar delante de la cuna de la pequeña, le puso un maleficio diciendo: " Al cumplir los dieciséis años te pincharás con un huso y morirás".

Al oír eso, un hada buena que estaba cerca, pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: "Al pincharse en vez de morir, la muchacha permanecerá dormida durante cien años y sólo el beso de un buen príncipe la despertará."

Pasaron los años y la princesita se convirtió en una muchacha muy hermosa. El rey había ordenado que fuesen destruidos todos los husos del castillo con el fin de evitar que la princesa pudiera pincharse.

Pero eso de nada sirvió. Al cumplir los dieciséis años, la princesa acudió a un lugar desconocido del castillo y allí se encontró con una vieja sorda que estaba hilando.

La princesa le pidió que le dejara probar. Y ocurrió lo que el hada mala había previsto: la princesa se pinchó con el huso y cayó fulminada al suelo.

Después de variadas tentativas nadie consiguió vencer el maleficio y la princesa fue tendida en una cama llena de flores. Pero el hada buena no se daba por vencida.

Tuvo una brillante idea. Si la princesa iba a dormir durante cien años, todos del reino dormirían con ella. Así, cuando la princesa despertarse tendría todos a su alrededor.

Y así lo hizo. La varita dorada del hada se alzó y trazó en el aire una espiral mágica. Al instante todos los habitantes del castillo se durmieron.

En el castillo todo había enmudecido. Nada se movía, ni el fuego ni el aire. Todos dormidos. Alrededor del castillo, empezó a crecer un extraño y frondoso bosque que fue ocultando totalmente el castillo en el transcurso del tiempo.

Pero al término del siglo, un príncipe, que estaba de caza por allí, llegó hasta sus alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo.

El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. Descorazonado, estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio algo...

Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que estaban muertos.

Luego se tranquilizó al comprobar que sólo estaban dormidos. "¡Despertad! ¡Despertad!", chilló una y otra vez, pero fue en vano. Cada vez más extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa.

Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano.

Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la besó... Con aquel beso, de pronto la muchacha se despertó y abrió los ojos, despertando del larguísimo sueño.

Al ver frente a sí al príncipe, murmuró: “¡Por fin habéis llegado! En mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado". El encantamiento se había roto.

La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido.

Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más hermosa y feliz que nunca. Al cabo de unos días, el castillo, hasta entonces inmerso en el silencio, se llenó de música y de alegres risas con motivo de la boda.


FIN

lunes, 28 de mayo de 2012

Cuento: El Gigante Egoista

Este es un cuento escrito por Oscar Wild y publicado por primera vez en el año 1888.


   EL GIGANTE EGOISTA

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.


-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

Era un Gigante egoísta...


Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.


-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.


Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.


Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.


-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.


La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.


-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.


Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.


-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.


Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.


-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.


De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.


Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.


-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.


¿Y qué es lo que vio?


Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.


-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.


El Gigante sintió que el corazón se le derretía.


-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.


Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.


Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.


-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.


Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.


Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.


-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?


El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.


-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.


-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.


Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.


Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.


-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.


Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.


-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.


Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.


Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…


Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.


Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:


-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?


Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.


-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.


-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.


-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.


Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:


-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.


Y cuando los niños llegaron  esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.


FIN

domingo, 27 de mayo de 2012

Cuento: Rumpelstiltskin

Originalmente llamado Rumpelstilzchen en alemán, publicado por los hermanos Grimm e incluido en su publicación de cuentos infantiles de 1857.










Rumpelstiltskin

Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia: “Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca.” El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio. 


Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: “Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada."


La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar. La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro.


Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: “Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación.” Y le señaló una estancia más grande y más repleta de oro que la del día anterior. 


La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín: “¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro?” preguntó al hacerse visible. “Sólo tengo esta sortija.” Dijo la doncella tendiéndole el anillo. “Empecemos pues,” respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado. Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: “Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa.” Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: “¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema?” Preguntó, saltando, a la chica. “No tengo más joyas que ofrecerte,” y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. “Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo,” demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: “Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro.” - “Dijo para sus adentros.” Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba. Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales.


Vivieron ambos felices y al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa. 


“Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras.” ¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo,” exigió el desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: “Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño. Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.


Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando:


“Hoy tomo vino,
y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstiltskin adivinarán!” 


Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó: “¡Te llamas Rumpelstiltskin!”


“¡No puede ser!” gritó él, “¡no lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo!” Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.


FIN

sábado, 26 de mayo de 2012

Cuento - Ricitos de Oro


Es considerado una creación de los hermanos Grimm, quienes realizaron una colección de cuentos y por eso existen muchos que se les atribuyen.  Fue descubierto en 1837 en un texto de prosa realizado por Robert Southey en su obra "The Doctor".  Probablemente es tan antigua la historia que su autor original se ha perdido.

        Ricitos de Oro


Erase una vez una tarde, se fue Ricitos de Oro al bosque y se puso a recoger flores.  Cerca de allí, había una cabaña muy bonita, y como Ricitos de  Oro era una niña muy curiosa, se acercó paso a paso hasta la puerta de la casita. Y empujó.


La puerta estaba abierta. Y vio una mesa.  Encima de la mesa había tres tazones con leche y  miel. Uno, era grande; otro, mediano y otro, pequeño. Ricitos de Oro tenía hambre, y probó la  leche del tazón mayor. 


¡Uf! ¡Está muy caliente! 


Luego, probó del tazón mediano. ¡Uf! ¡Está muy  caliente! Después, probo del tazón pequeñito, y le  supo tan rica que se la tomo toda, toda. 


Había también en la casita tres sillas azules: una silla era grande, otra silla era mediana, y otra silla era  pequeñita. Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla  grande, pero esta era muy alta. Luego, fue a sentarse en la silla mediana, pero era muy ancha. Entonces, se sentó en la silla 
pequeña, pero se dejó caer con tanta fuerza, que la rompió. 



Entró en un cuarto que tenía tres camas. Una, era grande; otra, era mediana; y otra, pequeña.  La niña se acostó en la cama grande, pero la encontró muy dura. Luego, se acostó en la cama mediana, pero también le pareció dura. Después, se acostó, en la cama pequeña, y esta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se quedó dormida. 


Estando dormida Ricitos de Oro, llegaron los dueños de la casita, que era una familia de Osos, y venían de dar su diario paseo por el bosque mientras se enfriaba la leche.


Uno de los Osos era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro, era mediano y usaba cofia, porque era la madre. El otro, era un Osito pequeño y usaba gorrito: un gorrito muy pequeño. 


El Oso grande, grió muy fuerte: -¡Alguien ha probado mi leche! La Osa mediana, gruñó un poco menos fuerte: -¡Alguien ha probado mi leche! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: se han tomado toda mi leche! 


Los tres Osos se miraron unos a otros y no sabían qué pensar. Pero el Osito pequeño lloraba tanto, que su papá quiso distraerle. Para conseguirlo, le dijo que no hiciera caso, porque ahora iban a sentarse en las tres sillas de color azul que tenían, una para cada uno. 


Se levantaron de la mesa, y fueron a la salita donde estaban las sillas.



¿Qué ocurrió entonces? 


El Oso grande gritó muy fuerte: -¡Alguien ha tocado mi silla! La Osa mediana gruñó un poco menos fuerte... -¡Alguien ha tocado mi silla! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: se han sentado en mi silla y la han roto! 


Siguieron buscando por la casa, y entraron en el cuarto de dormir. 


El Oso grande dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama! La Osa mediana dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama!


Al mirar la cama pequeñita, vieron en ella a Ricitos de Oro, y el Osito pequeño dijo: -¡Alguien está durmiendo en mi cama!


Se despertó entonces la niña, y al ver a los tres Osos tan enfadados, se asustó tanto, que dio un salto y salió de la cama.


Como estaba abierta una ventana de la casita, saltó por ella Ricitos de Oro, y corrió sin parar por el bosque hasta que encontró el camino de su casa.


FIN

viernes, 18 de mayo de 2012

Fábula: Los Tres Cerditos

Es una fábula de la cuál las primeras ediciones datan del siglo XVIII.  Se considera que la historia puede ser más antigua.  En 1933 una historia fue hecha por Walt Disney y la popularizó.

Existen varios finales para esta historia, en la historia que publico se presenta uno de estos.

  LOS TRES CERDITOS

Junto a sus papás, tres cerditos habían crecido alegremente en una cabaña del bosque. Y como ya eran mayores, sus papás decidieron que era hora de que hicieran, cada uno, su propia casa. 


Los tres cerditos se despidieron de sus papás, y fueron a ver cómo era el mundo.  El primer cerdito, el perezoso de la familia, decidió hacer una casa de paja. En un minuto la choza estaba hecha. Y entonces se echó a dormir.  


El segundo cerdito, un glotón, prefirió hacer una cabaña de madera. No tardó mucho en construirla. Y luego se echó a comer manzanas. 


El tercer cerdito, muy trabajador, optó por construirse una casa de ladrillos y cemento. Tardaría más en construirla pero se sentiría más protegido. Después de un día de mucho trabajo, la casa quedó preciosa. 
Pero ya se empezaba a oír los aullidos del lobo en el bosque. No tardó mucho para que el lobo se acercara a las casas de los tres cerditos. Hambriento, el lobo se dirigió a la primera casa y dijo:

  • ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!. 

Cómo el cerdito no la abrió, el lobo sopló con fuerza, y derrumbó la casa de paja. El cerdito, temblando de miedo, salió corriendo y entró en la casa de madera de su hermano.  El lobo le siguió. Y delante de la segunda casa, llamó a la puerta, y dijo:


  • ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!

Pero el segundo cerdito no la abrió y el lobo sopló y sopló, y la cabaña se fue por los aires. Asustados, los dos cerditos corrieron y entraron en la casa de ladrillos de su hermano.  Pero, cómo el lobo estaba decidido a comérselos, llamó a la puerta y gritó:

  • ¡Ábreme la puerta!¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!

Y el cerdito trabajador le dijo:

  • ¡Sopla lo que quieras, pero no la abriré!

Entonces el lobo sopló y sopló. Sopló con todas sus fuerzas, pero la casa no se movió. La casa era muy fuerte y resistente. El lobo se quedó casi sin aire.


Pero aunque el lobo estaba muy cansado, no desistía. Trajo una escalera, subió al tejado de la casa y se deslizó por el pasaje de la chimenea. Estaba empeñado en entrar en la casa y comer a los tres cerditos como fuera. Pero lo que él no sabía es que los cerditos pusieron al final de la chimenea, un caldero con agua hirviendo. 


Y el lobo, al caerse por la chimenea acabó quemándose con el agua caliente. Dio un enorme grito y salió corriendo para nunca más volver. 


Y así, los cerditos pudieron vivir tranquilamente. Y tanto el perezoso como el glotón aprendieron que sólo con el trabajo se consigue las cosas.

FIN


Cuento: El Patito Feo

Un cuento escrito por Hans Christian Andersen fue publicado por primera vez el 11 de Noviembre de 1843 y se incluyó en la colección Nuevos Cuentos" del mismo escritor en 1844.

Con el tiempo se ha convertido en una metáfora sobre la incomodidad de las etapas del crecimiento.

         EL PATITO FEO

Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol levantábase una mansión señorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas!


Los demás patos preferían nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compañía y charlar un rato.  Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «¡Pip, pip!», decían los pequeños; las yemas habían adquirido vida y los patitos 
asomaban la cabecita por la cáscara rota.


- ¡cuac, cuac! - gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.

- ¡Qué grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora tenían mucho más sitio que en el interior del huevo.
- ¿Creéis que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andáis muy equivocados. El mundo se extiende mucho más lejos, hasta el otro lado del jardín, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allí. ¿Estáis todos? -prosiguió, incorporándose-. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya 
estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
- Bueno, ¿qué tal vamos? -preguntó una vieja gansa que venía de visita.
- ¡Este huevo que no termina nunca! -respondió la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demás patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
- Déjame ver el huevo que no quiere romper -dijo la vieja-. Créeme, esto es un huevo de pava; también a mi me engañaron una vez, y pasé muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con él; me desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil. A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo y enseña a los otros a nadar.
- Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca-. ¡Tanto tiempo he estado encima de él, que bien puedo esperar otro poco! 
- ¡Cómo quieras! -contestó la otra, despidiéndose.


Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cáscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirándolo:
- Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ¿será un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.


El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!, se arrojó al agua. «¡Cuac, cuac!» -gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo también; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movían por sí solas y todos chapoteaban, incluso el último polluelo gordote y feo.


- Pues no es pavo -dijo la madre-. ¡Fíjate cómo mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. ¡Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseñaré el gran mundo, os presentaré a los patos del corral. Pero no os alejéis de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!


Y se encaminaron al corral de los patos, donde había un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.


- ¿Veis? Así va el mundo -dijo la gansa madre, afilándose el pico, pues también ella hubiera querido pescar el botín-. ¡Servíos de las patas! y a ver si os despabiláis. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allí; es el más ilustre de todos los presentes; es de raza española, por eso está tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor 
distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papá y mamá. ¡Así!, ¿veis? Ahora inclinad el cuello y decir: «¡cuac!».


Todos obedecieron, mientras los demás gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:
- ¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! -. Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
- ¡Déjalo en paz! -exclamó la madre-. No molesta a nadie. 
- Sí, pero es gordote y extraño -replicó el agresor-; habrá que sacudirlo.
- Tiene usted unos hijos muy guapos, señora -dijo el viejo de la pata vendada-. Lástima de este gordote; ése sí que es un fracaso. Me gustaría que pudiese retocarlo.
- No puede ser, Señoría -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demás; incluso diría que mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y que con el tiempo perderá volumen. Estuvo muchos días en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje -. 
Además, es macho -prosiguió-, así que no importa gran cosa. Estoy segura de que será fuerte y se despabilará.
- Los demás polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-. Considérese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traérmela.


Y de este modo tomaron posesión de la casa.  El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el 
blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. 


«¡Qué ridículo!», se reían todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creía el emperador, se henchía como un barco a toda vela y arremetía contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabía dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral.


Así transcurrió el primer día; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aún peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: - ¡Así te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiés.

Al fin huyó, saltando la cerca; los pajarillos de la maleza se echaron a volar, asustados. «¡Huyen porque soy feo!», dijo el pato, y, cerrando los ojos, siguió corriendo a ciegas. Así llegó hasta el gran pantano, donde habitaban los patos salvajes; cansado y dolorido, pasó allí la noche.


Por la mañana, los patos salvajes, al levantar el vuelo, vieron a su nuevo campañero: - ¿Quién eres? -le preguntaron, y el patito, volviéndose en todas direcciones, los saludó a todos lo mejor que supo.


- ¡Eres un espantajo! -exclamaron los patos-. Pero no nos importa, con tal que no te cases en nuestra familia -. ¡El infeliz! Lo último que pensaba era en casarse, dábase por muy satisfecho con que le permitiesen echarse en el cañaveral y beber un poco de agua del pantano.


Así transcurrieron dos días, al cabo de los cuales se presentaron dos gansos salvajes, machos los dos, para ser más precisos. No hacía mucho que habían salido del cascarón; por eso eran tan impertinentes.


- Oye, compadre -le dijeron-, eres tan feo que te encontramos simpático. ¿Quieres venirte con nosotros y emigrar? Cerca de aquí, en otro pantano, viven unas gansas salvajes muy amables, todas solteras, y saben decir «¡cuac!». A lo mejor tienes éxito, aun siendo tan feo.


¡Pim, pam!, se oyeron dos estampidos: los dos machos cayeron muertos en el cañaveral, y el agua se tiñó de sangre. ¡Pim, pam!, volvió a retumbar, y grandes bandadas de gansos salvajes alzaron el vuelo de entre la maleza, mientras se repetían los disparos. Era una gran cacería; los cazadores rodeaban el cañaveral, y algunos aparecían sentados en las ramas de los árboles que lo dominaban; se formaban nubecillas azuladas por entre el espesor del ramaje, cerniéndose por encima del 
agua, mientras los perros nadaban en el pantano, ¡Plas, plas!, y juncos y cañas se inclinaban de todos lados. ¡Qué susto para el pobre patito! Inclinó la cabeza para meterla bajo el ala, y en aquel mismo momento vio junto a sí un horrible perrazo con medio palmo de lengua fuera y una expresión

atroz en los ojos. Alargó el hocico hacia el patito, le enseñó los agudos dientes y, ¡plas, plas! se alejó sin cogerlo.
- ¡Loado sea Dios! -suspiró el pato-. ¡Soy tan feo que ni el perro quiso morderme!


Y se estuvo muy quietecito, mientras los perdigones silbaban por entre las cañas y seguían sonando los disparos.
Hasta muy avanzado el día no se restableció la calma; mas el pobre seguía sin atreverse a salir. Esperó aún algunas horas: luego echó un vistazo a su alrededor y escapó del pantano a toda la velocidad que le permitieron sus patas. Corrió a través de campos y prados, bajo una tempestad que le hacía muy difícil la huida.


Al anochecer llegó a una pequeña choza de campesinos; estaba tan ruinosa, que no sabía de qué lado caer, y por eso se sostenía en pie. El viento soplaba con tal fuerza contra el patito, que éste tuvo que sentarse sobre la cola para afianzarse y no ser arrastrado. La tormenta arreciaba más y más. Al fin, observó que la puerta se había salido de uno de los goznes y dejaba espacio para colarse en el interior; y esto es lo que hizo.


Vivía en la choza una vieja con su gato y su gallina. El gato, al que llamaba «hijito», sabía arquear el lomo y ronronear, e incluso desprendía chispas si se le frotaba a contrapelo. La gallina tenía las patas muy cortas, y por eso la vieja la llamaba «tortita pati¬corta»; pero era muy buena ponedora, y su dueña la quería como a una hija.


Por la mañana se dieron cuenta de que había llegado un forastero, y el gato empezó a ronronear, y la gallina, a cloquear.
- ¿Qué pasa? -dijo la vieja mirando a su alrededor. Como no veía bien, creyó que era un ganso cebado que se habría extraviado-. ¡No se cazan todos los días! -exclamó-. Ahora tendré huevos de pato. ¡Con tal que no sea un macho! Habrá que probarlo.

Y puso al patito a prueba por espacio de tres semanas; pero no salieron huevos. El gato era el mandamás de la casa, y la gallina, la señora, y los dos repetían continuamente: - ¡Nosotros y el mundo! - convencidos de que ellos eran la mitad del universo, y aún la mejor. El patito pensaba que podía opinarse de otro modo, pero la gallina no le dejaba hablar.


- ¿Sabes poner huevos? -le preguntó.
- No.
- ¡Entonces cierra el pico!
Y el gato:
- ¿Sabes doblar el espinazo y ronronear y echar chispas?
- No.
- Entonces no puedes opinar cuando hablan personas de talento.El patito fue a acurrucarse en un rincón, malhumorado. De pronto acordóse del aire libre y de la luz del sol, y le entraron tales deseos de irse a nadar al agua, que no pudo reprimirse y se lo dijo a la gallina.
- ¿Qué mosca te ha picado? -le replicó ésta-. Como no tienes ninguna ocupación, te entran estos antojos. ¡Pon huevos o ronronea, verás como se te pasan!
- ¡Pero es tan hermoso nadar! -insistió el patito-. ¡Da tanto gusto zambullirse de cabeza hasta tocar el fondo!
- ¡Hay gustos que merecen palos! -respondió la gallina-. Creo que has perdido la chaveta. Pregunta al gato, que es la persona más sabia que conozco, si le gusta nadar o zambullirse en el agua. Y ya no hablo de mí. 


Pregúntalo si quieres a la dueña, la vieja; en el mundo entero no hay nadie más inteligente. ¿Crees que le apetece nadar y meterse en el agua?
- ¡No me comprendéis! -suspiró el patito.
- ¿Qué no te comprendemos? ¿Quién lo hará, entonces? No pretenderás ser más listo que el gato y la mujer, ¡y no hablemos ya de mí! No tengas esos humos, criatura, y da gracias al Creador por las cosas buenas que te ha dado. ¿No vives en una habitación bien calentita, en compañía de quien puede enseñarte mucho? Pero eres un charlatán y no da gusto tratar contigo. Créeme, es por tu bien que te digo cosas desagradables; ahí se conoce a los verdaderos amigos. Procura poner huevos o ronronear, o aprende a despedir chispas.


- Creo que me marcharé por esos mundos de Dios -dijo el patito.
- Es lo mejor que puedes hacer -respondiole la gallina.


Y el patito se marchó; se fue al agua, a nadar y zambullirse, pero, todos los animales lo despreciaban por su fealdad.
Llegó el otoño: en el bosque, las hojas se volvieron amarillas y pardas, y el viento las arrancaba y arremolinaba, mientras el aire iba enfriándose por momentos; cerníanse las nubes, llenas de granizo y nieve, y un cuervo, posado en la valla, gritaba: «¡au, au!»,. de puro frío. Sólo de pensarlo le entran a uno escalofríos. El pobre patito lo pasaba muy mal, realmente.


Un atardecer, cuando el sol se ponía ya, llegó toda una bandada de grandes y magníficas aves, que salieron de entre los matorrales; nunca había visto nuestro pato aves tan espléndidas. Su blancura deslumbraba y tenían largos y flexibles cuellos; eran cisnes. Su chillido era extraordinario, y, desplegando las largas alas majestuosas, emprendieron el vuelo, 
marchándose de aquellas tierras frías hacia otras más cálidas y hacia lagos despejados. Eleváronse a gran altura, y el feo patito experimentó una sensación extraña; giró en el agua como una rueda, y, alargando el cuello hacia ellas, soltó un grito tan fuerte y raro, que él mismo se asustó.  


¡Ay!, no podía olvidar aquellas aves hermosas y felices, y en cuanto dejó de verlas, se hundió hasta el fondo del pantano. Al volver a la superficie estaba como fuera de sí. Ignoraba su nombre y hacia donde se dirigían, y, no, obstante, sentía un gran afecto por ellas, como no lo había sentido, por nadie. No las envidiaba. ¡Cómo se le hubiera podido ocurrir el deseo 
de ser como ellas! Habríase dado por muy satisfecho con que lo hubiesen tolerado los patos, ¡pobrecillo!, feo como era.


Era invierno, y el frío arreciaba; el patito se veía forzado a nadar sin descanso para no entumecerse; mas, por la noche, el agujero en que flotaba se reducía progresivamente. Helaba tanto, que se podía oír el crujido del hielo; el animalito tenía que estar moviendo constantemente las patas para impedir que se cerrase el agua, hasta que lo rindió el cansancio, y, al quedarse quieto, lo aprisionó el hielo.


Por la mañana llegó un campesino, y, al darse cuenta de lo ocurrido, rompió el hielo con un zueco y, cogiendo el patito, lo llevó a su mujer. En la casa se reanimó el animal. 


Los niños querían jugar con él, pero el patito, creyendo que iban a maltratarlo, saltó asustado en medio de la lechera, salpicando de leche toda la habitación. La mujer se puso a gritar y a agitar las manos, con lo que el ave se metió de un salto en la mantequera, y, de ella, en el jarro de la leche ¡y yo qué sé dónde! ¡Qué confusión! La mujer lo perseguía gritando y blandiendo las tenazas; los chiquillos corrían, saltando por encima de los trastos, para cazarlo, entre risas y barullo. Suerte que la puerta estaba abierta y pudo refugiarse entre las ramas, en la nieve recién caída. Allí se quedó, rendido.


Sería demasiado triste narrar todas las privaciones y la miseria que hubo de sufrir nuestro patito durante aquel duro invierno.  Lo pasó en el pantano, entre las cañas, y allí lo encontró el sol cuando volvió el buen tiempo. Las alondras cantaban, y despertó, espléndida, la primavera.


Entonces el patito pudo batir de nuevo las alas, que zumbaron con mayor intensidad que antes y lo sostuvieron con más fuerza; y antes de que pudiera darse cuenta, encontrose en un gran jardín, donde los manzanos estaban en flor, y las fragantes lilas curvaban sus largas ramas verdes sobre los tortuosos canales. ¡Oh, aquello sí que era hermoso, con 
el frescor de la primavera! De entre las matas salieron en aquel momento tres preciosos cisnes aleteando y flotando levemente en el agua. El patito reconoció a aquellas bellas aves y se sintió acometido de una extraña tristeza.


- ¡Quiero irme con ellos, volar al lado de esas aves espléndidas! Me matarán a picotazos por mi osadía: feo como soy, no debería acercarme a ellos. Pero iré, pase lo que pase. Mejor ser muerto por ellos que verme vejado por los patos, aporreado por los pollos, rechazado por la criada del corral y verme obligado a sufrir privaciones en invierno-. Con un par de aletazos se posó en el agua, y nadó hacia los hermosos cisnes. Éstos al verle, corrieron a su encuentro con gran ruido de plumas. - ¡Matadme! -gritó el animalito, agachando la cabeza y aguardando el golpe fatal. 


Pero, ¿qué es lo que vio reflejado en la límpida agua? Era su propia imagen; vio que no era un ave desgarbado, torpe y de color negruzco, fea y repelente, sino un cisne como aquéllos.


¡Qué importa haber nacido en un corral de patos, cuando se ha salido de un huevo de cisne!
Entonces recordó con gozo todas las penalidades y privaciones pasadas; sólo ahora comprendía su felicidad, ante la magnificencia que lo rodeaba.


Los cisnes mayores describían círculos a su alrededor, acariciándolo con el pico.
Presentáronse luego en el jardín varios niños, que echaron al agua pan y grano, y el más pequeño gritó:
- ¡Hay uno nuevo!
Y sus compañeros, alborozados, exclamaron también, haciéndole coro:

- ¡Sí, ha venido uno nuevo!
Y todo fueron aplausos, y bailes, y brincos; y corriendo luego al encuentro de sus padres, volvieron a poco con pan y bollos, que echaron al agua, mientras exclamaban:
- El nuevo es el más bonito; ¡tan joven y precioso! -. Y los cisnes mayores se inclinaron ante él.


Pero él se sentía avergonzado, y ocultó la cabeza bajo el ala; no sabía qué hacer, ¡era tan feliz!, pero ni pizca de orgulloso. Recordaba las vejaciones y persecuciones de que había sido objeto, y he aquí que ahora decían que era la más hermosa entre las aves hermosas del mundo. Hasta las lilas bajaron sus ramas a su encuentro, y el sol brilló, tibio y suave. 


Crujieron entonces sus plumas, irguiose su esbelto cuello y, rebosante el corazón, exclamó:
- ¡Cómo podía soñar tanta felicidad, cuando no era más que un patito feo!.

FIN

miércoles, 16 de mayo de 2012

Cuento: El Lobo y las Siete Cabritas

Este cuento se hizo famoso por los hermanos Grimm, célebres escritores alemanes. Aunque carece de datos históricos en el lugar de dónde sacaron la idea para la historia es un fabuloso cuento de hadas que se popularizó más en forma de videos o audio.

El Lobo y las Siete Cabritas
Hermanos Grimm


Érase una vez una vieja cabra que  tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer  a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a  buscar comida y llamó a sus pequeñuelas. 


-Hijas mías -les dijo-, me voy al  bosque; mucho cuidado con el lobo, pues si  entra en la casa las devorará a todas sin dejar ni un pelo. El muy bribón suele disfrazarse, pero lo reconocerán enseguida por  su ronca voz y sus negras patas. 


Las cabritas respondieron:  


-Tendremos mucho cuidado, madrecita. Puedes irte tranquila. 


Se fue la cabra despidiéndose con un balido y, confiada, emprendió su camino. No  había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo: 


-Abran, hijitas. Soy su madre, estoy de vuelta y les traigo algo para cada una. Pero las  cabritas  comprendieron, por lo rudo de la voz, que era el lobo. 
-No te abriremos -exclamaron-. No eres nuestra madre. Ella tiene una voz suave y  cariñosa, y la tuya es ronca y áspera, eres el lobo. 


Entonces el lobo fue a la tienda y compró un buen trozo de yeso. Se lo comió para  suavizarse la voz, volvió a la casita y llamó nuevamente a la puerta: 


Abran hijitas -dijo-. Su madre les trae algo a cada una. 


Pero el lobo había puesto una negra pata en la ventana, y al verla, las cabritas,  exclamaron: 


-No, no te abriremos; nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo! 


Corrió entonces el muy bribón a un zapatero y le dijo: 


Mira, me he lastimado un pie; úntamelo con un poco de pasta.  


Una vez untada la pata, fue al encuentro del molinero: 


-Échame harina blanca en el pie -le dijo. El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna trampa, renegó al principio; pero la fiera lo amenazó:  


-Si no lo haces, te devoro-. El hombre, asustado, le blanqueó la pata. Sí, así es la gente. 


Volvió el muy pícaro por tercera vez a la puerta y, llamando, dijo:  


-Abran, pequeñas; soy su madrecita querida, que está de regreso y les traigo cosas del  bosque. Las cabritas replicaron: 



-Enséñanos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra madre. 


La fiera puso la pata en la ventana y, al ver ellas que era blanca, creyeron de verdad en  sus palabras y se apresuraron a abrir. Pero fue el lobo quien entró. ¡Qué sobresalto, Dios mío! ¡Y qué apuro por esconderse todas! Una se metió debajo de la mesa; la otra, en la cama; la tercera, en el horno; la cuarta, en la cocina; la quinta, en el armario; la sexta, debajo de la pileta de la cocina, y la más pequeña, en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin gastar cumplidos, se las engulló a todas menos a la más pequeñita que, oculta en la caja del reloj, pudo escapar a sus pesquisas. Ya lleno y satisfecho, el lobo se alejó a un trote ligero y, llegado a un verde prado se tiró a dormir a la sombra de un árbol. 


Al cabo de un rato regresó a casa la mamá. ¡Santo Dios, lo que vio! La puerta, abierta de par en par; la mesa, las sillas y bancos, todo volcado y revuelto; la jofaina, rota en mil pedazos; las mantas y almohadas, por el suelo. Buscó a sus hijitas, pero no aparecieron por ninguna parte;  las llamó a todas por sus nombres, pero ninguna contestó. 


Hasta que le llegó el turno a la última, la cual, con vocecita queda, dijo: 


-Madre querida, estoy en la caja del reloj.



La cabra la sacó rápidamente, y entonces la pequeña le explicó que había venido el lobo y se había comido a las demás. ¡Imagínense con qué desconsuelo lloraba la madre la pérdida de sus hijitas! 


Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió al campo en compañía de su pequeña, y al llegar al prado, vio al lobo dormido debajo del árbol, roncando tan fuerte que hacía temblar las ramas. Al observarlo de cerca, le pareció que algo se movía y agitaba en su abultada barriga. 


-¡Dios mío! -pensó-. ¿Serán mis pobres hijitas, que se las ha merendado y que están vivas aún? 


Y envió a la pequeña a casa, a toda prisa,  en busca de tijeras, aguja e hilo. Abrió la panza al lobo, y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra, todas vivitas y sin daño alguno, pues la bestia, en su glotonería, las había engullido enteras. ¡Allí era de ver su regocijo! ¡Con cuánto cariño abrazaron a su mamaíta, saltando de alegría como 
sastre en bodas! Pero la cabra dijo:  


-¡Tráiganme ahora piedras; llenaremos con ellas la panza del lobo, aprovechando que duerme! 



Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga, hasta que ya no cupieron más. La madre cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento.
Terminada ya su siesta, el lobo se levantó, y, como los guijarros que le llenaban el estómago le dieron mucha sed, se dirigió a  un pozo para beber. Mientras andaba, moviéndose de un lado a otro, los guijarros de su panza chocaban entre sí con gran ruido, por lo que exclamó: 


-¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas, mas ahora me parecen piedritas. 


Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, e! peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas: -¡Muerto está el lobo! ¡Muerto está el lobo! 


Y, con su madre, se pusieron a bailar girando en torno al pozo. 

FIN



martes, 15 de mayo de 2012

Cuento: Caperucita Roja


Este cuento lleva el nombre, ya que su personaje principal lleva puesto una paperuza roja.  Fue recopilado por primera ver por Charles Perrault en 1697, sin embargo en esta se suprimió el final, ya que en este, el lobo invitaba a caperucita a comer carne y beber sangre de la abuelita a quien acababa de descuartizar, esto era para darle una lección a las niñas de ese entonces para que no entablaran amistad con extraños.

Ludwig Tieck en 1800 escribió "Vida y muerte de la pequeña caperucita roja, una tragedia", en donde se proponía que el leñador salvara a Caperucita y su abuelita.

En 1812 los Hermanos Grimm propusieron un nuevo giro de los eventos para la historia y fue esta la versión que se hizo popular.



     Caperucita Roja 

     (por los hermanos Grimm)


Había una vez una adorable niña que era querida por todo aquél que la conociera, pero sobre todo por su abuelita, y no quedaba nada que no le hubiera dado a la niña. Una vez le regaló una pequeña caperuza o gorrito de un color rojo, que le quedaba tan bien que ella nunca quería usar otra cosa, así que la empezaron a llamar Caperucita Roja. Un día su madre le dijo: “Ven, Caperucita Roja, aquí tengo un pastel y una botella de vino, llévaselas en esta canasta a tuabuelita que esta enfermita y débil y esto le ayudará. Vete ahora temprano, antes de que caliente el día, y en el camino, camina tranquila y con cuidado, no te apartes de la ruta, no vayas a caerte y se quiebre la botella y no quede nada para tu abuelita. Y cuando entres a su dormitorio no olvides decirle, “Buenos días”, ah, y no andes curioseando por todo el aposento.”
“No te preocupes, haré bien todo”, dijo Caperucita Roja, y tomó las cosas y se despidió cariñosamente. La abuelita vivía en el bosque, como a un kilómetro de su casa. Y no más había entrado Caperucita Roja en el bosque, siempre dentro del sendero, cuando se encontró con un lobo. Caperucita Roja no sabía que esa criatura pudiera hacer algún daño, y no tuvo ningún temor hacia él. “Buenos días, Caperucita Roja,” dijo el lobo. “Buenos días, amable lobo.” – “¿Adonde vas tan temprano, Caperucita Roja?” – “A casa de mi abuelita.” – “¿Y qué llevas en esa canasta?” – “Pastel y vino. Ayer fue día de hornear, así que mi pobre abuelita enferma va a tener algo bueno para fortalecerse.” – “¿Y adonde vive tu abuelita, Caperucita Roja?” – “Como a medio kilómetro más adentro en el bosque. Su casa está bajo tres grandes robles, al lado de unos avellanos. Seguramente ya los habrás visto,” contestó inocentemente Caperucita Roja. El lobo se dijo en silencio a sí mismo: “¡Qué criatura tan tierna! qué buen bocadito – y será más sabroso que esa viejita. Así que debo actuar con delicadeza para obtener a ambas fácilmente.” Entonces acompañó a Caperucita Roja un pequeño tramo del camino y luego le dijo: “Mira Caperucita Roja, que lindas flores se ven por allá, ¿por qué no vas y recoges algunas? Y yo creo también que no te has dado cuenta de lo dulce que cantan los pajaritos. Es que vas tan apurada en el camino como si fueras para la escuela, mientras que todo el bosque está lleno de maravillas.”
Caperucita Roja levantó sus ojos, y cuando vio los rayos del sol danzando aquí y allá entre los árboles, y vio las bellas flores y el canto de los pájaros, pensó: “Supongo que podría llevarle unas de estas flores frescas a mi abuelita y que le encantarán. Además, aún es muy temprano y no habrá problema si me atraso un poquito, siempre llegaré a buena hora.” Y así, ella se salió del camino y se fue a cortar flores. Y cuando cortaba una, veía otra más bonita, y otra y otra, y sin darse cuenta se fue adentrando en el bosque. Mientras tanto el lobo aprovechó el tiempo y corrió directo a la casa de la abuelita y tocó a la puerta. “¿Quién es?” preguntó la abuelita. “Caperucita Roja,” contestó el lobo. “Traigo pastel y vino. Ábreme, por favor.” – “Mueve la cerradura y abre tú,” gritó la abuelita, “estoy muy débil y no me puedo levantar.” El lobo movió la cerradura, abrió la puerta, y sin decir una palabra más, se fue directo a la cama de la abuelita y de un bocado se la tragó. Y enseguida se puso ropa de ella, se colocó un gorro, se metió en la cama y cerró las cortinas.
Mientras tanto, Caperucita Roja se había quedado colectando flores, y cuando vio que tenía tantas que ya no podía llevar más, se acordó de su abuelita y se puso en camino hacia ella. Cuando llegó, se sorprendió al encontrar la puerta abierta, y al entrar a la casa, sintió tan extraño presentimiento que se dijo para sí misma: “¡Oh Dios! que incómoda me siento hoy, y otras veces que me ha gustado tanto estar con abuelita.” Entonces gritó: “¡Buenos días!”, pero no hubo respuesta, así que fue al dormitorio y abrió las cortinas. Allí parecía estar la abuelita con su gorro cubriéndole toda la cara, y con una apariencia muy extraña. “¡!Oh, abuelita!” dijo, “qué orejas tan grandes que tienes.” – “Es para oírte mejor, mi niña,” fue la respuesta. “Pero abuelita, qué ojos tan grandes que tienes.” – “Son para verte mejor, querida.” – “Pero abuelita, qué brazos tan grandes que tienes.” – “Para abrazarte mejor.” – “Y qué boca tan grande que tienes.” – “Para comerte mejor.” Y no había terminado de decir lo anterior, cuando de un salto salió de la cama y se tragó también a Caperucita Roja.
Entonces el lobo decidió hacer una siesta y se volvió a tirar en la cama, y una vez dormido empezó a roncar fuertemente. Un cazador que por casualidad pasaba en ese momento por allí, escuchó los fuertes ronquidos y pensó, ¡Cómo ronca esa viejita! Voy a ver si necesita alguna ayuda. Entonces ingresó al dormitorio, y cuando se acercó a la cama vio al lobo tirado allí. “¡Así que te encuentro aquí, viejo pecador!” dijo él.”¡Hacía tiempo que te buscaba!” Y ya se disponía a disparar su arma contra él, cuando pensó que el lobo podría haber devorado a la viejita y que aún podría ser salvada, por lo que decidió no disparar. En su lugar tomó unas tijeras y empezó a cortar el vientre del lobo durmiente. En cuanto había hecho dos cortes, vio brillar una gorrita roja, entonces hizo dos cortes más y la pequeña Caperucita Roja salió rapidísimo, gritando: “¡Qué asustada que estuve, qué oscuro que está ahí dentro del lobo!”, y enseguida salió también la abuelita, vivita, pero que casi no podía respirar. Rápidamente, Caperucita Roja trajo muchas piedras con las que llenaron el vientre del lobo. Y cuando el lobo despertó, quiso correr e irse lejos, pero las piedras estaban tan pesadas que no soportó el esfuerzo y cayó muerto.
Las tres personas se sintieron felices. El cazador le quitó la piel al lobo y se la llevó a su casa. La abuelita comió el pastel y bebió el vino que le trajo Caperucita Roja y se reanimó. Pero Caperucita Roja solamente pensó: “Mientras viva, nunca me retiraré del sendero para internarme en el bosque, cosa que mi madre me había ya prohibido hacer.”
FIN