martes, 26 de junio de 2012

Cuento: Pedrito y el Lobo


Pedro y el lobo es un cuento popular ruso que nos muestra las consecuencias de decir mentiras. Es un poco parecido a la fábula de Esopo, "El zagal y las ovejas".  Popularizado por Sergéi Prokófiev con su versión "Pedro y el Malolobo, una composición sinfónica escrita por el ruso en 1936 después de su regreso a la Unión Soviética.   una obra didáctica cuya moraleja refleja la importancia de la sinceridad. La obra de Prokófiev es un cuento infantil, con música y texto adaptado por él, con un narrador acompañado por la orquesta.

Pedo y el Lobo


Érase una vez un pequeño pastor que se pasaba la mayor parte de su tiempo paseando y cuidando de sus ovejas en el campo de un pueblito. Todas las mañanas, muy tempranito, hacía siempre lo mismo. Salía a la pradera con su rebaño, y así pasaba su tiempo.
Muchas veces, mientras veía pastar a sus ovejas, él pensaba en las cosas que podía hacer para divertirse. Como muchas veces se aburría, un día, mientras descansaba debajo de un árbol, tuvo una idea. Decidió que pasaría un buen rato divirtiéndose a costa de la gente del pueblo que vivía por allí cerca.
Se acercó y empezó a gritar: - ¡Socorro, el lobo! ¡Qué viene el lobo! La gente del pueblo cogió lo que tenía a mano, y se fue a auxiliar al pobre pastorcito que pedía auxilio, pero cuando llegaron allí, descubrieron que todo había sido una broma pesada del pastor, que se deshacía en risas por el suelo. Los aldeanos se enfadaron y decidieron volver a sus casas. Cuando se habían ido, al pastor le hizo tanta gracia la broma que se puso a repetirla. Y cuando vio a la gente suficientemente lejos, volvió a gritar: - ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo!
La gente, volviendo a oír, empezó a correr a toda prisa, pensando que esta vez sí que se había presentado el lobo feroz, y que realmente el pastor necesitaba de su ayuda. Pero al llegar donde estaba el pastor, se lo encontraron por los suelos, riéndose de ver cómo los aldeanos habían vuelto a auxiliarlo. Esta vez los aldeanos se enfadaron aún más, y se marcharon terriblemente enfadados con lamala actitud del pastor, y se fueron enojados con aquella situación.
A la mañana siguiente, mientras el pastor pastaba con sus ovejas por el mismo lugar, aún se reía cuando recordaba lo que había ocurrido el día anterior, y no se sentía arrepentido de ninguna forma. Pero no se dio cuenta de que, esa misma mañana se le acercaba un lobo. Cuando se dio media vuelta y lo vio, el miedo le invadió el cuerpo. Al ver que el animal se le acercaba más y más, empezó a gritar desesperadamente: - ¡Socorro, el lobo! ¡Que viene el lobo! ¡Qué se va a devorar todas mis ovejas! ¡Auxilio! Pero sus gritos han sido en vano. Ya era bastante tarde para convencer a los aldeanos de que lo que decía era verdad. Los aldeanos, habiendo aprendido de las mentiras del pastor, de esta vez hicieron oídos sordos.
¿Y lo qué ocurrió? Pues que el pastor vio como el lobo se abalanzaba sobre sus ovejas, mientras él intentaba pedir auxilio, una y otra vez: - ¡Socorro, el lobo! ¡El lobo! Pero los aldeanos siguieron sin hacerle caso, mientras el pastor vio como el lobo se comía unas cuantas ovejas y se llevaba otras tantas para la cena, sin poder hacer nada, absolutamente. Y fue así que el pastor reconoció que había sido muy injusto con la gente del pueblo, y aunque ya era tarde, se arrepintió profundamente, y nunca más volvió burlarse ni a mentir a la gente.

FIN

martes, 12 de junio de 2012

Cuento: Blanca Nieves y los Siete Enanos

Este cuento es una de las historias recopiladas por los hermanos Grimm como muchos otros de los cuentos infantiles que conocemos hoy en día.  La historia original se trasladó de generación en generación, y esta más bien contaba como una familia de carboneros buscaba piedras preciosas en su tiempo libre, y Blancanieves no era tan blanca sino más bien morena y un tanto regordeta.

El cuento se hizo popular cuando Disney publicó una película sobre la historia en 1937.


BLANCA NIEVES Y LOS SIETE ENANOS


Érase una vez una hermosa reina que deseaba ardientemente la llegada de una niña. Un día que se encontraba sentada junto a la ventana en su aro de ébano, se picó el dedo con la aguja, y pequeñas gotas de sangre cayeron sobre la nieve acumulada en el antepecho de la ventana. La reina contempló el contraste de la sangre roja sobre la nieve blanca y suspiró.

- ¡Cómo quisiera tener una hija que tuviera la piel tan blanca como la nieve, los labios rojos como la sangre y el cabello negro como el ébano!

Poco tiempo después, su deseo se hizo realidad al nacerle una hermosa niña con piel blanca, labios rojos y cabello negro a quien dio el nombre de Blanca Nieves.

Desafortunadamente, la reina murió cuando la niña era muy pequeña y el padre de Blanca Nieves contrajo matrimonio con una hermosa mujer y cruel que se preocupaba mas de su apariencia física que de hacer buenas acciones.

La nueva Reina poseía un espejo mágico que podía responderle a todas las preguntas que ella le hacía. Pero la única que le interesaba era:

- Espejo mágico, ¿quién es la más hermosa del reino?

Invariablemente el espejo le respondía:

- ¡La más bella eres tú! La vanidad de la Reina vivía satisfecha con la respuesta, hasta que un día, el espejo le respondió algo diferente:

- Es verdad que su majestad es muy hermosa; pero ¡Blanca Nieves es la más hermosa del reino!

Enfurecida, la envidiosa Reina grito:

- ¿Blanca Nieves más hermosa que yo? ¡Imposible! ¡Eso no lo tolerare!

Entonces mando llamar a su más fiel cazador.

- ¡Llévate a Blanca Nieves a lo más profundo del bosque y mátala! Tráeme su corazón como prueba de que cumpliste mis ordenes.

El cazador inclinó la cabeza en signo de obediencia y fue en busca de Blanca Nieves.

¿Adónde vamos? preguntó la joven.

- A dar un paseo por el bosque su Alteza, - respondió el cazador -. El pobre hombre acongojado, sabía que sería incapaz de ejecutar las ordenes de la Reina. Al llegar al medio del bosque, el cazador explicó a Blanca Nieves lo que sucedía y le dijo:

- ¡Corre vete lejos de aquí y escóndete en donde la Reina no pueda encontrarte, y no regreses jamás a palacio!

Muy asustada Blanca Nieves se fue llorando, el cazador mató a un jabalí y le sacó el corazón.

"La Reina creerá que es el corazón de Blanca Nieves" - pensó el cazador -."Así la princesa y yo viviremos más tiempo".

Blanca Nieves se encontró sola en medio de la oscuridad del bosque. Estaba aterrorizada. Creía ver ojos en todas partes y los ruidos que escuchaba le causaban mucho miedo.

Corrió sin rumbo alguno. Vagó durante horas, hasta que finalmente vio en un claro del bosque, una pequeña cabaña.

- ¿Hay alguien en casa? - preguntó mientras tocaba a la puerta -.

Como nadie respondía, Blanca Nieves la empujó y entró. En medio de la pieza vio una mesa redonda puesta para siete comensales. Sintiéndose segura y al abrigo, subió las escaleras que conducían a la planta alta donde descubrió, una al lado de la otra, siete camas pequeñas.

- "Haré una pequeña siesta" - se dijo - ¡Estoy tan cansada! "
Entonces se acostó y se quedó profundamente dormida.

La cabaña pertenecía a los siete enanitos del bosque. Eran muy pequeños, tenían barbas largas y llevaban sombreros de vivos colores. Esa noche regresaron de una larga jornada de trabajo en la mina de diamantes.

- ¡Miren! ¡Hay alguien durmiendo en nuestras camas! - . Uno de ellos tocó delicadamente el hombro de Blanca Nieves quien despertó sobresaltada.

- ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? - preguntaron los enanitos sorprendidos -.

Blanca Nieves les contó su trágica historia y ellos la escucharon llenos de compasión.- Quédate con nosotros -. Aquí estarás segura. - ¿Sabes preparar tartas de manzana? - preguntó uno de ellos -.

- ¡Sí, sí! Puedo preparar cualquier cosa - respondió ella contenta -.

- La tarta de manzana es nuestro postre preferido - le dijeron.

Blanca Nieves se ocupaba de las faenas de la casa mientras ellos trabajaban en la mina de diamantes, y en la noche ella les contaba divertidas historias. Sin embargo, los enanitos se sentían inquietos por la seguridad de Blanca Nieves.

- No hables con extraños cuando estés sola. Y, sobretodo, ¡no le abras la puerta a nadie! - le advertían al salir.

- No se preocupen. Tendré mucho cuidado - les prometía -.

Los meses pasaron y Blanca Nieves era cada vez más hermosa. Leía, bordaba y cantaba hermosas canciones. Algunas veces soñaba que se casaba con un apuesto príncipe.
Entretanto la malvada Reina convencida de que Blanca Nieves estaba muerta, había cesado de interrogar a su espejo mágico. Pero una mañana decidió consultarlo de nuevo.

- ¿Es verdad que yo soy la más hermosa del reino? - preguntó -.

- No, tu no eres la más hermosa, la más hermosa - respondió el espejo - es Blanca Nieves, sigue siendo la más hermosa del reino.

- ¡Pero Blanca Nieves está muerta! - No - contestó el espejo -. Está viva y habita con los siete enanitos del bosque.

La Reina encolerizada mandó buscar al cazador, pero éste se había marchado del palacio. Entonces empezó a pensar como haría para deshacerse ella misma de la joven de una vez por todas.
Blanca Nieves estaba preparando una tarta cuando una vieja aldeana se acercó a la casita. Era la malvada Reina disfrazada de mendiga.

- Veo que estás preparando una tarta de manzanas - dijo la anciana asomándose por la ventana de la cocina 

- Sí - respondió nerviosamente Blanca Nieves -. Le ruego me disculpe pero no puedo hablar con extraños.

¡Tienes razón! - respondió la Reina -. Yo simplemente quisiera regalarte una manzana. Las vendo para vivir y quizás un día quieras comprar. Son deliciosas ya veras.

La Reina cortó un trozo de manzana y se lo llevó a la boca.

- ¿Ves hijita? Una manzana no puede hacerte ningún mal. ¡Disfrútala! Y se alejó lentamente.

Blanca Nieves no podía alejar sus ojos de la manzana. ¡No sólo parecía inofensiva, sino que se veía jugosa e irresistible!

No puede estar envenenada, la anciana comió un trozo, se dijo. La pobre Blanca Nieves se dejó engañar. ¡La malvada reina había envenenado la otra mitad de la manzana! Poco después de haber mordido la manzana, Blanca Nieves cayó desmayada y una muerte aparente hizo su efecto de inmediato. Allí se la encontraron los siete enanos al regresar de la mina.

- ¡Esto, sin duda alguna, es obra de la Reina! - gritaron angustiados mientras intentaban reavivar a Blanca Nieves -.

Pero todo era en vano, la muchacha inmóvil, no daban ninguna señal de vida. Su aliento no empañaba el espejo que los enanitos le ponían cerca de la boca.

Los siete enanitos lloraban amargamente la muerte de Blanca Nieves y no querían de ninguna manera separarse de ella. Tal era su belleza que al verla daba la impresión de que estaba dormida. Posiblemente pensaron, era víctima de un hechizo. Entonces decidieron ponerla dentro de una urna de cristal y hacer turnos para cuidarla.

Un día un joven Príncipe que pasaba por el bosque oyó hablar de la hermosa princesa que yacía en la urna de cristal.

¡Como quisiera verla! Pensaba mientras se dirigía a la casa de los siete enanitos.

Al verla, el príncipe se enamoro inmediatamente de ella. - ¡Era la joven más hermosa que jamás había visto! 

- ¡por favor déjenme cuidarla! - suplicó a los siete enanitos -. Yo velaré su sueño y la protegeré por el resto de mi vida.

En un comienzo los enanitos se negaron, pero después aceptaron pensando que Blanca Nieves estaría más segura en el castillo.

Cuando los lacayos del príncipe levantaron la urna de cristal para llevársela, uno de ellos se tropezó y el cofre se sacudió. El trozo de manzana envenenada cayó de la boca de Blanca Nieves. Sus mejillas, hasta entonces de un pálido mortal, comenzaron a teñirse de rosa y sus ojos se abrieron lentamente. Los enanitos no podían contener su alegría, mientras el príncipe se arrodillaba al pie de Blanca Nieves.

- Deseo con todo mi corazón que seas mi esposa - susurró el príncipe conmovido.

Blanca Nieves que se había enamorado del apuesto príncipe, le respondió:

- Sí, seré tu esposa.

La boda se celebró con una gran fiesta. La malvada fue perdonada e invitada. ¡Pero cuando vio la belleza y dulzura de Blanca Nieves, se lleno de tal rabia y envidia, que cayó muerta al instante!

Blanca Nieves y el Príncipe vivieron felices en un hermoso castillo, y los siete enanitos nunca tuvieron que regresar a trabajar a la mina de diamantes.

FIN

lunes, 11 de junio de 2012

Rojo - Ted Dekker (7-2012)

Este libro es la continuación de Negro, en donde empieza la historia de un escritor llamado Thomas, que se interna en un mundo postapocalíptico cada vez que se queda dormido en la realidad que existe en nuestros tiempos.

En esta parte de la historia Thomas ya puede manejar el cambio de una realidad a otra, y está descubriendo ciertas características de ambos mundos y los lazos que las une.



--------------------------SPOILERS-----------------------------

  • Me gusta que Rachelle y Monique ya estén conectadas
  • La parte en la que están queriendo matar a Justin, me parece como la pasión de Jesucristo cuando está en la cruz...
  • Al final explican que la analogía que menciono en el anterior punto es más parecida aún, ya que Elyon lo mencionan como el Padre y a Justin como al Hijo quien da su vida por la humanidad.
  • Es impactante como Rachelle queda muerta y mencionan como es su entierro y aún se conserva la esperanza de volverla a ver con vida, ya que Justin dice que la necesita.
  • Thomas queda muerto en nuestra época, aunque sigue viviendo en los tiempos de Elyon.
Saludos,

viernes, 1 de junio de 2012

Fábula: La Liebre y la Tortuga

Esta es una fábula que se le atribuye a Esopo, escritor famoso de fábulas que se cree nació en el año 600 a.c. aunque aún se duda de su existencia.  Posteriormente esta historia fue escrita por otros fabulistas como Jean de La Fontaine y Félix María Samaniego.

LA LIEBRE Y LA TORTUGA


La liebre y la tortuga se encontraron una mañana en el bosque.
–¿Puede saberse adónde vas con la casa a cuestas? –preguntó la liebre.
No era la primera vez que la liebre se burlaba de la lentitud de la tortuga. Así es que ésta estiró su largo cuello, muy digna, y respondió:
–Llevar la casa a cuestas es una ventaja. Si me sorprende la noche por el camino, me basta con meterme dentro de mi caparazón ¡y ya estoy en casita! No como tú, que pierdes el resuello corriendo para regresar a tu madriguera.
–¿Que yo pierdo el resuello? –exclamó la liebre–. Si tan segura estás, podríamos echar una carrera un día de éstos.
Harta de las bromas de la liebre, la tortuga aceptó. Luego se alejó, ante el regocijo de la liebre, que se doblaba de risa, viéndola caminar.
Aquella misma tarde, la sorprendente noticia de que la liebre y la tortuga iban a celebrar una carrera había llegado a todos los rincones del bosque.
Por la noche, cuando todos los animales hubieron regresado de su trabajo, acudieron al claro del bosque donde se reunían siempre que tenían que tratar de asuntos importantes.
–¿Una carrera entre la tortuga y la liebre? –tuvo que preguntar por segunda vez el topo, que era algo duro de oído–. Eso no me lo pierdo.
–¡Será una carrera digna de verse! –exclamó el pájaro carpintero–. Podríamos invitar a los animales de los bosques vecinos... ¡y nuestro bosque se haría famoso!
–Bueno, bueno –le interrumpió el puercoespín–. No creo que la tortuga tenga muchas posibilidades; así es que será mejor no invitar a nadie.
Decidieron entre todos que la carrera se celebraría al día siguiente, que era domingo. De ese modo, podrían acudir todos los animales del bosque.
Al día siguiente, el sol también acudió a presenciar la carrera y despertó con sus alegres rayos a todos los animales.
El pájaro carpintero había trabajado toda la noche para pintar las pancartas de salida y de meta. Y a primera hora de la mañana, había colgado la pancarta de salida entre dos árboles. Luego, muy animoso, había pintado una raya blanca entre los dos árboles.
Ante la expectación de todos los animales del bosque, la liebre y la tortuga se acercaron a la línea de salida. Lucían dos llamativos dorsales, que mamá pata había confeccionado para la ocasión.
La tortuga se situó sobre la línea de salida, preparada para iniciar la carrera. Pero la liebre, como si la cosa no fuera con ella, se apoyó en uno de los árboles que sujetaban la pancarta de salida y se dedicó a mordisquearse las uñas.
El ciervo, que había sido elegido juez de la carrera, carraspeó, consciente de su importante papel.
Luego dio la señal de salida.
La tortuga, no muy segura de su éxito y ligeramente arrepentida de haber aceptado participar en la carrera, comenzó a caminar pausadamente. La liebre, por su parte, no echó a correr, como esperaban todos, sino que continuó apoyada en el tronco del árbol.
Los animales del bosque se sintieron desilusionados. La mayoría había acudido para contemplar la fulgurante salida de la liebre.
–Tengo tiempo de comer y hasta de dormir, mientras ella da dos pasos –les explicó la liebre–. Así, pues, no me importa darle una pequeña ventaja.
La liebre continuó todavía un buen rato apoyada en el tronco del árbol. Por fin, ante las protestas del público, que se quejaba de que no había acudido para contemplar cómo la liebre se mordía las uñas, se decidió a empezar la carrera.
Extendió sus ágiles patas y, en menos que canta un gallo, adelantó a la tortuga, que, ahora un pasito, después otro, había recorrido muy pocos metros.
Cuando llevaba un rato corriendo, la liebre pasó junto a un prado.
"¡Qué hambre tengo! –se dijo–. Tengo tiempo de comerme toda la hierba, antes de que la tortuga llegue hasta aquí."
Sin pensárselo dos veces, saltó fuera del camino. Vio entonces a una atractiva ardilla de cola roja, que estaba recogiendo piñones del suelo.
–¿Ya se acabó la carrera? –le preguntó la ardilla a la liebre.
–¿Acabado? No ha hecho más que comenzar –respondió la liebre–. Pero la tortuga camina tan despacio, que me he detenido para comer... y aún me sobrará tiempo para dormir un rato, ¿no crees? –preguntó riendo.
La ardilla no pudo por menos que estar de acuerdo con la liebre. Así, ésta se puso a mordisquear hierba y la ardilla a roer piñones.
Un buen rato después, la ardilla, que se había subido al árbol donde vivía, vio el pausado balancear del caparazón de la tortuga.
La tortuga también tenía hambre. Y de buena gana se hubiera detenido a reponer fuerzas. Pero continuó su lento y constante caminar, ahora una patita, luego la otra.
–¡Eh! –llamó la ardilla a la liebre, que continuaba mordisqueando hierba–. Ya se ve a la tortuga.
De un salto, la liebre volvió al camino y empezó de nuevo a correr.
Corría con un estilo impecable, propio de un campeón de los cien metros planos, ante las aclamaciones de los animales del bosque, que contemplaban la carrera a ambos lados del camino.
Pero pronto la liebre dejó muy atrás a la tortuga.
"Si continúo corriendo así –se dijo entonces la liebre–, voy a llegar a la meta demasiado pronto. Además, puedo ganar a ese caracol con patas sin necesidad de cansarme.
Dicho y hecho. La liebre acortó el paso y caminó tranquilamente durante un rato.
De pronto, se detuvo. Su primo, el conejo, había instalado un puesto de venta de helados, a un lado del camino.
–¡Querida prima! –saludó el conejo a la liebre–. Todo el bosque está pendiente de tu carrera con la tortuga –añadió, mientras pensaba en la cantidad de helados que podría vender–. Pero vamos, acércate. Te prepararé un riquísimo helado.
Mientras la liebre saboreaba un helado delicioso, los dos primos estuvieron hablando de la familia. Así fue como la liebre se enteró de que mamá coneja, la esposa de su primo, había dado a luz a media docena de preciosos conejitos. El conejo y su familia vivían en lo más profundo del bosque, y se pasaban los meses sin que la liebre tuviera noticias de sus primos.
Ya se acababa la liebre el helado, cuando se dio cuenta de que la tortuga estaba a punto de pasar por el camino.
Rápidamente, se despidió de su primo y echó a correr de nuevo.
Pero enseguida notó que empezaba a sudar y se detuvo. Vio entonces un riachuelo muy cerca; se acercó y bebió casi hasta secarlo. Luego se incorporó y miró a lo lejos. A menos de un tiro de piedra de donde se encontraba, se veía la pancarta de la línea de meta.
Pero en lugar de correr los metros que le faltaban, la liebre se dijo que tenía tiempo de echar una siestecita antes de que llegara la tortuga.
Se sentó, pues, sobre la hierba, se apoyó en el tronco de un árbol y, en un abrir y cerrar de ojos, se quedó dormida.
El sueño de la liebre fue tan agradable, que durmió hasta el atardecer.
–¡Qué bien he dormido! –exclamó, por fin, desperezándose.
Luego se puso en pie e hizo varios ejercicios gimnásticos, para desentumecer los músculos.
"¿Dónde estará la tortuga? –se acordó de pronto–. ¡Bah! Seguramente debe haber comprendido que es imposible ganarme y se habrá retirado de la carrera."
Diciéndose esto, la liebre volvió al camino, dispuesta a recorrer el último trecho de la carrera.
Estaba tan segura de su triunfo que, aunque faltaban pocos metros para la meta, se dijo que sería mejor no correr demasiado para corresponder al recibimiento que, de seguro, le dispensarían los animales del bosque. Pero su entusiasmo se trocó en sorpresa cuando, a medida que se acercaba a la meta, no oía aclamaciones ni aplausos. Y de la sorpresa paso a la alarma, cuando, al cruzar la meta, comprobó que ninguno de los animales estaba allí para recibirla.
Muy extrañada, miró a un lado y a otro; pero por más que buscó, no vio a ningún animal por los alrededores.
La liebre no sabía ya dónde mirar, cuando oyó una voz a sus espaldas, que le preguntaba:
–¿Me buscas a mí?
Era la tortuga, muy tranquila y descansada, que, despacito, despacito, pero caminando sin parar, había llegado a la meta hacía varias horas, mientras la liebre estaba durmiendo.
Ella y los demás animales del bosque llevaban tanto tiempo esperando a la liebre, que se habían decidido por dirigirse a un claro del bosque para celebrar un banquete en honor de la tortuga.
¿Me creeréis si os digo que la liebre no volvió a presumir en su vida?

FIN

martes, 29 de mayo de 2012

Cuento: La Bella Durmiente

Este es un cuento popular europeo.  Una de sus más conocidas versiones fue escrita por Charles Perrault y fue publicado en el libro "Mamá Ganso" en 1697.  También existe la de los hermanos Grimm.  La versión que más se ha dado a conocer es la de Walt Disney de la década de los 50s.

LA BELLA DURMIENTE
Charles Perrault 


Hace muchos años, en un reino lejano, una reina dio a luz una hermosa niña. Para la fiesta del bautizo, los reyes invitaron a todas las hadas del reino pero, desgraciadamente, se olvidaron de invitar a la más malvada.

Aunque no haya sido invitada, la hada maligna se presentó al castillo y, al pasar delante de la cuna de la pequeña, le puso un maleficio diciendo: " Al cumplir los dieciséis años te pincharás con un huso y morirás".

Al oír eso, un hada buena que estaba cerca, pronunció un encantamiento a fin de mitigar la terrible condena: "Al pincharse en vez de morir, la muchacha permanecerá dormida durante cien años y sólo el beso de un buen príncipe la despertará."

Pasaron los años y la princesita se convirtió en una muchacha muy hermosa. El rey había ordenado que fuesen destruidos todos los husos del castillo con el fin de evitar que la princesa pudiera pincharse.

Pero eso de nada sirvió. Al cumplir los dieciséis años, la princesa acudió a un lugar desconocido del castillo y allí se encontró con una vieja sorda que estaba hilando.

La princesa le pidió que le dejara probar. Y ocurrió lo que el hada mala había previsto: la princesa se pinchó con el huso y cayó fulminada al suelo.

Después de variadas tentativas nadie consiguió vencer el maleficio y la princesa fue tendida en una cama llena de flores. Pero el hada buena no se daba por vencida.

Tuvo una brillante idea. Si la princesa iba a dormir durante cien años, todos del reino dormirían con ella. Así, cuando la princesa despertarse tendría todos a su alrededor.

Y así lo hizo. La varita dorada del hada se alzó y trazó en el aire una espiral mágica. Al instante todos los habitantes del castillo se durmieron.

En el castillo todo había enmudecido. Nada se movía, ni el fuego ni el aire. Todos dormidos. Alrededor del castillo, empezó a crecer un extraño y frondoso bosque que fue ocultando totalmente el castillo en el transcurso del tiempo.

Pero al término del siglo, un príncipe, que estaba de caza por allí, llegó hasta sus alrededores. El animal herido, para salvarse de su perseguidor, no halló mejor escondite que la espesura de los zarzales que rodeaban el castillo.

El príncipe descendió de su caballo y, con su espada, intentó abrirse camino. Avanzaba lentamente porque la maraña era muy densa. Descorazonado, estaba a punto de retroceder cuando, al apartar una rama, vio algo...

Siguió avanzando hasta llegar al castillo. El puente levadizo estaba bajado. Llevando al caballo sujeto por las riendas, entró, y cuando vio a todos los habitantes tendidos en las escaleras, en los pasillos, en el patio, pensó con horror que estaban muertos.

Luego se tranquilizó al comprobar que sólo estaban dormidos. "¡Despertad! ¡Despertad!", chilló una y otra vez, pero fue en vano. Cada vez más extrañado, se adentró en el castillo hasta llegar a la habitación donde dormía la princesa.

Durante mucho rato contempló aquel rostro sereno, lleno de paz y belleza; sintió nacer en su corazón el amor que siempre había esperado en vano.

Emocionado, se acercó a ella, tomó la mano de la muchacha y delicadamente la besó... Con aquel beso, de pronto la muchacha se despertó y abrió los ojos, despertando del larguísimo sueño.

Al ver frente a sí al príncipe, murmuró: “¡Por fin habéis llegado! En mis sueños acariciaba este momento tanto tiempo esperado". El encantamiento se había roto.

La princesa se levantó y tendió su mano al príncipe. En aquel momento todo el castillo despertó. Todos se levantaron, mirándose sorprendidos y diciéndose qué era lo que había sucedido.

Al darse cuenta, corrieron locos de alegría junto a la princesa, más hermosa y feliz que nunca. Al cabo de unos días, el castillo, hasta entonces inmerso en el silencio, se llenó de música y de alegres risas con motivo de la boda.


FIN

lunes, 28 de mayo de 2012

Cuento: El Gigante Egoista

Este es un cuento escrito por Oscar Wild y publicado por primera vez en el año 1888.


   EL GIGANTE EGOISTA

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.


-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

Era un Gigante egoísta...


Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.


-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.


Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.


Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.


-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.


La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.


-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.


Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.


-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.


Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.


-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.


De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.


Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.


-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.


¿Y qué es lo que vio?


Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.


-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.


El Gigante sintió que el corazón se le derretía.


-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.


Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.


Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.


-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.


Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.


Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.


-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?


El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.


-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.


-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.


Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.


Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.


-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.


Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.


-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.


Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.


Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…


Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.


Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:


-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?


Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.


-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.


-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.


-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.


Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:


-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.


Y cuando los niños llegaron  esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.


FIN

domingo, 27 de mayo de 2012

Cuento: Rumpelstiltskin

Originalmente llamado Rumpelstilzchen en alemán, publicado por los hermanos Grimm e incluido en su publicación de cuentos infantiles de 1857.










Rumpelstiltskin

Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia: “Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca.” El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio. 


Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: “Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada."


La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar. La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro.


Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: “Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación.” Y le señaló una estancia más grande y más repleta de oro que la del día anterior. 


La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín: “¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro?” preguntó al hacerse visible. “Sólo tengo esta sortija.” Dijo la doncella tendiéndole el anillo. “Empecemos pues,” respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado. Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: “Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa.” Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: “¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema?” Preguntó, saltando, a la chica. “No tengo más joyas que ofrecerte,” y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada. “Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo,” demandó el enanillo. Aceptó la muchacha: “Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro.” - “Dijo para sus adentros.” Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba. Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales.


Vivieron ambos felices y al cabo de una año, tuvieron un precioso retoño. La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa. 


“Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras.” ¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo,” exigió el desaliñado enano. Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: “Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño. Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.


Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando:


“Hoy tomo vino,
y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstiltskin adivinarán!” 


Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó: “¡Te llamas Rumpelstiltskin!”


“¡No puede ser!” gritó él, “¡no lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo!” Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.


FIN

sábado, 26 de mayo de 2012

Cuento - Ricitos de Oro


Es considerado una creación de los hermanos Grimm, quienes realizaron una colección de cuentos y por eso existen muchos que se les atribuyen.  Fue descubierto en 1837 en un texto de prosa realizado por Robert Southey en su obra "The Doctor".  Probablemente es tan antigua la historia que su autor original se ha perdido.

        Ricitos de Oro


Erase una vez una tarde, se fue Ricitos de Oro al bosque y se puso a recoger flores.  Cerca de allí, había una cabaña muy bonita, y como Ricitos de  Oro era una niña muy curiosa, se acercó paso a paso hasta la puerta de la casita. Y empujó.


La puerta estaba abierta. Y vio una mesa.  Encima de la mesa había tres tazones con leche y  miel. Uno, era grande; otro, mediano y otro, pequeño. Ricitos de Oro tenía hambre, y probó la  leche del tazón mayor. 


¡Uf! ¡Está muy caliente! 


Luego, probó del tazón mediano. ¡Uf! ¡Está muy  caliente! Después, probo del tazón pequeñito, y le  supo tan rica que se la tomo toda, toda. 


Había también en la casita tres sillas azules: una silla era grande, otra silla era mediana, y otra silla era  pequeñita. Ricitos de Oro fue a sentarse en la silla  grande, pero esta era muy alta. Luego, fue a sentarse en la silla mediana, pero era muy ancha. Entonces, se sentó en la silla 
pequeña, pero se dejó caer con tanta fuerza, que la rompió. 



Entró en un cuarto que tenía tres camas. Una, era grande; otra, era mediana; y otra, pequeña.  La niña se acostó en la cama grande, pero la encontró muy dura. Luego, se acostó en la cama mediana, pero también le pareció dura. Después, se acostó, en la cama pequeña, y esta la encontró tan de su gusto, que Ricitos de Oro se quedó dormida. 


Estando dormida Ricitos de Oro, llegaron los dueños de la casita, que era una familia de Osos, y venían de dar su diario paseo por el bosque mientras se enfriaba la leche.


Uno de los Osos era muy grande, y usaba sombrero, porque era el padre. Otro, era mediano y usaba cofia, porque era la madre. El otro, era un Osito pequeño y usaba gorrito: un gorrito muy pequeño. 


El Oso grande, grió muy fuerte: -¡Alguien ha probado mi leche! La Osa mediana, gruñó un poco menos fuerte: -¡Alguien ha probado mi leche! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: se han tomado toda mi leche! 


Los tres Osos se miraron unos a otros y no sabían qué pensar. Pero el Osito pequeño lloraba tanto, que su papá quiso distraerle. Para conseguirlo, le dijo que no hiciera caso, porque ahora iban a sentarse en las tres sillas de color azul que tenían, una para cada uno. 


Se levantaron de la mesa, y fueron a la salita donde estaban las sillas.



¿Qué ocurrió entonces? 


El Oso grande gritó muy fuerte: -¡Alguien ha tocado mi silla! La Osa mediana gruñó un poco menos fuerte... -¡Alguien ha tocado mi silla! El Osito pequeño dijo llorando con voz suave: se han sentado en mi silla y la han roto! 


Siguieron buscando por la casa, y entraron en el cuarto de dormir. 


El Oso grande dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama! La Osa mediana dijo: -¡Alguien se ha acostado en mi cama!


Al mirar la cama pequeñita, vieron en ella a Ricitos de Oro, y el Osito pequeño dijo: -¡Alguien está durmiendo en mi cama!


Se despertó entonces la niña, y al ver a los tres Osos tan enfadados, se asustó tanto, que dio un salto y salió de la cama.


Como estaba abierta una ventana de la casita, saltó por ella Ricitos de Oro, y corrió sin parar por el bosque hasta que encontró el camino de su casa.


FIN

viernes, 18 de mayo de 2012

Fábula: Los Tres Cerditos

Es una fábula de la cuál las primeras ediciones datan del siglo XVIII.  Se considera que la historia puede ser más antigua.  En 1933 una historia fue hecha por Walt Disney y la popularizó.

Existen varios finales para esta historia, en la historia que publico se presenta uno de estos.

  LOS TRES CERDITOS

Junto a sus papás, tres cerditos habían crecido alegremente en una cabaña del bosque. Y como ya eran mayores, sus papás decidieron que era hora de que hicieran, cada uno, su propia casa. 


Los tres cerditos se despidieron de sus papás, y fueron a ver cómo era el mundo.  El primer cerdito, el perezoso de la familia, decidió hacer una casa de paja. En un minuto la choza estaba hecha. Y entonces se echó a dormir.  


El segundo cerdito, un glotón, prefirió hacer una cabaña de madera. No tardó mucho en construirla. Y luego se echó a comer manzanas. 


El tercer cerdito, muy trabajador, optó por construirse una casa de ladrillos y cemento. Tardaría más en construirla pero se sentiría más protegido. Después de un día de mucho trabajo, la casa quedó preciosa. 
Pero ya se empezaba a oír los aullidos del lobo en el bosque. No tardó mucho para que el lobo se acercara a las casas de los tres cerditos. Hambriento, el lobo se dirigió a la primera casa y dijo:

  • ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!. 

Cómo el cerdito no la abrió, el lobo sopló con fuerza, y derrumbó la casa de paja. El cerdito, temblando de miedo, salió corriendo y entró en la casa de madera de su hermano.  El lobo le siguió. Y delante de la segunda casa, llamó a la puerta, y dijo:


  • ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!

Pero el segundo cerdito no la abrió y el lobo sopló y sopló, y la cabaña se fue por los aires. Asustados, los dos cerditos corrieron y entraron en la casa de ladrillos de su hermano.  Pero, cómo el lobo estaba decidido a comérselos, llamó a la puerta y gritó:

  • ¡Ábreme la puerta!¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa tiraré!

Y el cerdito trabajador le dijo:

  • ¡Sopla lo que quieras, pero no la abriré!

Entonces el lobo sopló y sopló. Sopló con todas sus fuerzas, pero la casa no se movió. La casa era muy fuerte y resistente. El lobo se quedó casi sin aire.


Pero aunque el lobo estaba muy cansado, no desistía. Trajo una escalera, subió al tejado de la casa y se deslizó por el pasaje de la chimenea. Estaba empeñado en entrar en la casa y comer a los tres cerditos como fuera. Pero lo que él no sabía es que los cerditos pusieron al final de la chimenea, un caldero con agua hirviendo. 


Y el lobo, al caerse por la chimenea acabó quemándose con el agua caliente. Dio un enorme grito y salió corriendo para nunca más volver. 


Y así, los cerditos pudieron vivir tranquilamente. Y tanto el perezoso como el glotón aprendieron que sólo con el trabajo se consigue las cosas.

FIN


Cuento: El Patito Feo

Un cuento escrito por Hans Christian Andersen fue publicado por primera vez el 11 de Noviembre de 1843 y se incluyó en la colección Nuevos Cuentos" del mismo escritor en 1844.

Con el tiempo se ha convertido en una metáfora sobre la incomodidad de las etapas del crecimiento.

         EL PATITO FEO

Qué hermosa estaba la campiña! Había llegado el verano: el trigo estaba amarillo; la avena, verde; la hierba de los prados, cortada ya, quedaba recogida en los pajares, en cuyos tejados se paseaba la cigüeña, con sus largas patas rojas, hablando en egipcio, que era la lengua que le enseñara su madre. Rodeaban los campos y prados grandes bosques, y entre los bosques se escondían lagos profundos. ¡Qué hermosa estaba la campiña! Bañada por el sol levantábase una mansión señorial, rodeada de hondos canales, y desde el muro hasta el agua crecían grandes plantas trepadoras formando una bóveda tan alta que dentro de ella podía estar de pie un niño pequeño, mas por dentro estaba tan enmarañado, que parecía el interior de un bosque. En medio de aquella maleza, una gansa, sentada en el nido, incubaba sus huevos. Estaba ya impaciente, pues ¡tardaban tanto en salir los polluelos, y recibía tan pocas visitas!


Los demás patos preferían nadar por los canales, en vez de entrar a hacerle compañía y charlar un rato.  Por fin empezaron a abrirse los huevos, uno tras otro. «¡Pip, pip!», decían los pequeños; las yemas habían adquirido vida y los patitos 
asomaban la cabecita por la cáscara rota.


- ¡cuac, cuac! - gritaban con todas sus fuerzas, mirando a todos lados por entre las verdes hojas. La madre los dejaba, pues el verde es bueno para los ojos.

- ¡Qué grande es el mundo! -exclamaron los polluelos, pues ahora tenían mucho más sitio que en el interior del huevo.
- ¿Creéis que todo el mundo es esto? -dijo la madre-. Pues andáis muy equivocados. El mundo se extiende mucho más lejos, hasta el otro lado del jardín, y se mete en el campo del cura, aunque yo nunca he estado allí. ¿Estáis todos? -prosiguió, incorporándose-. Pues no, no los tengo todos; el huevo gordote no se ha abierto aún. ¿Va a tardar mucho? ¡Ya 
estoy hasta la coronilla de tanto esperar!
- Bueno, ¿qué tal vamos? -preguntó una vieja gansa que venía de visita.
- ¡Este huevo que no termina nunca! -respondió la clueca-. No quiere salir. Pero mira los demás patitos: ¿verdad que son lindos? Todos se parecen a su padre; y el sinvergüenza no viene a verme.
- Déjame ver el huevo que no quiere romper -dijo la vieja-. Créeme, esto es un huevo de pava; también a mi me engañaron una vez, y pasé muchas fatigas con los polluelos, pues le tienen miedo al agua. No pude con él; me desgañité y lo puse verde, pero todo fue inútil. A ver el huevo. Sí, es un huevo de pava. Déjalo y enseña a los otros a nadar.
- Lo empollaré un poquitín más dijo la clueca-. ¡Tanto tiempo he estado encima de él, que bien puedo esperar otro poco! 
- ¡Cómo quieras! -contestó la otra, despidiéndose.


Al fin se partió el huevo. «¡Pip, pip!» hizo el polluelo, saliendo de la cáscara. Era gordo y feo; la gansa se quedó mirándolo:
- Es un pato enorme -dijo-; no se parece a ninguno de los otros; ¿será un pavo? Bueno, pronto lo sabremos; del agua no se escapa, aunque tenga que zambullirse a trompazos.


El día siguiente amaneció espléndido; el sol bañaba las verdes hojas de la enramada. La madre se fue con toda su prole al canal y, ¡plas!, se arrojó al agua. «¡Cuac, cuac!» -gritaba, y un polluelo tras otro se fueron zambullendo también; el agua les cubrió la cabeza, pero enseguida volvieron a salir a flote y se pusieron a nadar tan lindamente. Las patitas se movían por sí solas y todos chapoteaban, incluso el último polluelo gordote y feo.


- Pues no es pavo -dijo la madre-. ¡Fíjate cómo mueve las patas, y qué bien se sostiene! Es hijo mío, no hay duda. En el fondo, si bien se mira, no tiene nada de feo, al contrario. ¡Cuac, cuac! Venid conmigo, os enseñaré el gran mundo, os presentaré a los patos del corral. Pero no os alejéis de mi lado, no fuese que alguien os atropellase; y ¡mucho cuidado con el gato!


Y se encaminaron al corral de los patos, donde había un barullo espantoso, pues dos familias se disputaban una cabeza de anguila. Y al fin fue el gato quien se quedó con ella.


- ¿Veis? Así va el mundo -dijo la gansa madre, afilándose el pico, pues también ella hubiera querido pescar el botín-. ¡Servíos de las patas! y a ver si os despabiláis. Id a hacer una reverencia a aquel pato viejo de allí; es el más ilustre de todos los presentes; es de raza española, por eso está tan gordo. Ved la cinta colorada que lleva en la pata; es la mayor 
distinción que puede otorgarse a un pato. Es para que no se pierda y para que todos lo reconozcan, personas y animales. ¡Ala, sacudiros! No metáis los pies para dentro. Los patitos bien educados andan con las piernas esparrancadas, como papá y mamá. ¡Así!, ¿veis? Ahora inclinad el cuello y decir: «¡cuac!».


Todos obedecieron, mientras los demás gansos del corral los miraban, diciendo en voz alta:
- ¡Vaya! sólo faltaban éstos; ¡como si no fuésemos ya bastantes! Y, ¡qué asco! Fijaos en aquel pollito: ¡a ése sí que no lo toleramos! -. Y enseguida se adelantó un ganso y le propinó un picotazo en el pescuezo.
- ¡Déjalo en paz! -exclamó la madre-. No molesta a nadie. 
- Sí, pero es gordote y extraño -replicó el agresor-; habrá que sacudirlo.
- Tiene usted unos hijos muy guapos, señora -dijo el viejo de la pata vendada-. Lástima de este gordote; ése sí que es un fracaso. Me gustaría que pudiese retocarlo.
- No puede ser, Señoría -dijo la madre-. Cierto que no es hermoso, pero tiene buen corazón y nada tan bien como los demás; incluso diría que mejor. Me figuro que al crecer se arreglará, y que con el tiempo perderá volumen. Estuvo muchos días en el huevo, y por eso ha salido demasiado robusto -. Y con el pico le pellizcó el pescuezo y le alisó el plumaje -. 
Además, es macho -prosiguió-, así que no importa gran cosa. Estoy segura de que será fuerte y se despabilará.
- Los demás polluelos son encantadores de veras -dijo el viejo-. Considérese usted en casa; y si encuentra una cabeza de anguila, haga el favor de traérmela.


Y de este modo tomaron posesión de la casa.  El pobre patito feo no recibía sino picotazos y empujones, y era el 
blanco de las burlas de todos, lo mismo de los gansos que de las gallinas. 


«¡Qué ridículo!», se reían todos, y el pavo, que por haber venido al mundo con espolones se creía el emperador, se henchía como un barco a toda vela y arremetía contra el patito, con la cabeza colorada de rabia. El pobre animalito nunca sabía dónde meterse; estaba muy triste por ser feo y porque era la chacota de todo el corral.


Así transcurrió el primer día; pero en los sucesivos las cosas se pusieron aún peor. Todos acosaban al patito; incluso sus hermanos lo trataban brutalmente, y no cesaban de gritar: - ¡Así te pescara el gato, bicho asqueroso!; y hasta la madre deseaba perderlo de vista. Los patos lo picoteaban; las gallinas lo golpeaban, y la muchacha encargada de repartir el pienso lo apartaba a puntapiés.

Al fin huyó, saltando la cerca; los pajarillos de la maleza se echaron a volar, asustados. «¡Huyen porque soy feo!», dijo el pato, y, cerrando los ojos, siguió corriendo a ciegas. Así llegó hasta el gran pantano, donde habitaban los patos salvajes; cansado y dolorido, pasó allí la noche.


Por la mañana, los patos salvajes, al levantar el vuelo, vieron a su nuevo campañero: - ¿Quién eres? -le preguntaron, y el patito, volviéndose en todas direcciones, los saludó a todos lo mejor que supo.


- ¡Eres un espantajo! -exclamaron los patos-. Pero no nos importa, con tal que no te cases en nuestra familia -. ¡El infeliz! Lo último que pensaba era en casarse, dábase por muy satisfecho con que le permitiesen echarse en el cañaveral y beber un poco de agua del pantano.


Así transcurrieron dos días, al cabo de los cuales se presentaron dos gansos salvajes, machos los dos, para ser más precisos. No hacía mucho que habían salido del cascarón; por eso eran tan impertinentes.


- Oye, compadre -le dijeron-, eres tan feo que te encontramos simpático. ¿Quieres venirte con nosotros y emigrar? Cerca de aquí, en otro pantano, viven unas gansas salvajes muy amables, todas solteras, y saben decir «¡cuac!». A lo mejor tienes éxito, aun siendo tan feo.


¡Pim, pam!, se oyeron dos estampidos: los dos machos cayeron muertos en el cañaveral, y el agua se tiñó de sangre. ¡Pim, pam!, volvió a retumbar, y grandes bandadas de gansos salvajes alzaron el vuelo de entre la maleza, mientras se repetían los disparos. Era una gran cacería; los cazadores rodeaban el cañaveral, y algunos aparecían sentados en las ramas de los árboles que lo dominaban; se formaban nubecillas azuladas por entre el espesor del ramaje, cerniéndose por encima del 
agua, mientras los perros nadaban en el pantano, ¡Plas, plas!, y juncos y cañas se inclinaban de todos lados. ¡Qué susto para el pobre patito! Inclinó la cabeza para meterla bajo el ala, y en aquel mismo momento vio junto a sí un horrible perrazo con medio palmo de lengua fuera y una expresión

atroz en los ojos. Alargó el hocico hacia el patito, le enseñó los agudos dientes y, ¡plas, plas! se alejó sin cogerlo.
- ¡Loado sea Dios! -suspiró el pato-. ¡Soy tan feo que ni el perro quiso morderme!


Y se estuvo muy quietecito, mientras los perdigones silbaban por entre las cañas y seguían sonando los disparos.
Hasta muy avanzado el día no se restableció la calma; mas el pobre seguía sin atreverse a salir. Esperó aún algunas horas: luego echó un vistazo a su alrededor y escapó del pantano a toda la velocidad que le permitieron sus patas. Corrió a través de campos y prados, bajo una tempestad que le hacía muy difícil la huida.


Al anochecer llegó a una pequeña choza de campesinos; estaba tan ruinosa, que no sabía de qué lado caer, y por eso se sostenía en pie. El viento soplaba con tal fuerza contra el patito, que éste tuvo que sentarse sobre la cola para afianzarse y no ser arrastrado. La tormenta arreciaba más y más. Al fin, observó que la puerta se había salido de uno de los goznes y dejaba espacio para colarse en el interior; y esto es lo que hizo.


Vivía en la choza una vieja con su gato y su gallina. El gato, al que llamaba «hijito», sabía arquear el lomo y ronronear, e incluso desprendía chispas si se le frotaba a contrapelo. La gallina tenía las patas muy cortas, y por eso la vieja la llamaba «tortita pati¬corta»; pero era muy buena ponedora, y su dueña la quería como a una hija.


Por la mañana se dieron cuenta de que había llegado un forastero, y el gato empezó a ronronear, y la gallina, a cloquear.
- ¿Qué pasa? -dijo la vieja mirando a su alrededor. Como no veía bien, creyó que era un ganso cebado que se habría extraviado-. ¡No se cazan todos los días! -exclamó-. Ahora tendré huevos de pato. ¡Con tal que no sea un macho! Habrá que probarlo.

Y puso al patito a prueba por espacio de tres semanas; pero no salieron huevos. El gato era el mandamás de la casa, y la gallina, la señora, y los dos repetían continuamente: - ¡Nosotros y el mundo! - convencidos de que ellos eran la mitad del universo, y aún la mejor. El patito pensaba que podía opinarse de otro modo, pero la gallina no le dejaba hablar.


- ¿Sabes poner huevos? -le preguntó.
- No.
- ¡Entonces cierra el pico!
Y el gato:
- ¿Sabes doblar el espinazo y ronronear y echar chispas?
- No.
- Entonces no puedes opinar cuando hablan personas de talento.El patito fue a acurrucarse en un rincón, malhumorado. De pronto acordóse del aire libre y de la luz del sol, y le entraron tales deseos de irse a nadar al agua, que no pudo reprimirse y se lo dijo a la gallina.
- ¿Qué mosca te ha picado? -le replicó ésta-. Como no tienes ninguna ocupación, te entran estos antojos. ¡Pon huevos o ronronea, verás como se te pasan!
- ¡Pero es tan hermoso nadar! -insistió el patito-. ¡Da tanto gusto zambullirse de cabeza hasta tocar el fondo!
- ¡Hay gustos que merecen palos! -respondió la gallina-. Creo que has perdido la chaveta. Pregunta al gato, que es la persona más sabia que conozco, si le gusta nadar o zambullirse en el agua. Y ya no hablo de mí. 


Pregúntalo si quieres a la dueña, la vieja; en el mundo entero no hay nadie más inteligente. ¿Crees que le apetece nadar y meterse en el agua?
- ¡No me comprendéis! -suspiró el patito.
- ¿Qué no te comprendemos? ¿Quién lo hará, entonces? No pretenderás ser más listo que el gato y la mujer, ¡y no hablemos ya de mí! No tengas esos humos, criatura, y da gracias al Creador por las cosas buenas que te ha dado. ¿No vives en una habitación bien calentita, en compañía de quien puede enseñarte mucho? Pero eres un charlatán y no da gusto tratar contigo. Créeme, es por tu bien que te digo cosas desagradables; ahí se conoce a los verdaderos amigos. Procura poner huevos o ronronear, o aprende a despedir chispas.


- Creo que me marcharé por esos mundos de Dios -dijo el patito.
- Es lo mejor que puedes hacer -respondiole la gallina.


Y el patito se marchó; se fue al agua, a nadar y zambullirse, pero, todos los animales lo despreciaban por su fealdad.
Llegó el otoño: en el bosque, las hojas se volvieron amarillas y pardas, y el viento las arrancaba y arremolinaba, mientras el aire iba enfriándose por momentos; cerníanse las nubes, llenas de granizo y nieve, y un cuervo, posado en la valla, gritaba: «¡au, au!»,. de puro frío. Sólo de pensarlo le entran a uno escalofríos. El pobre patito lo pasaba muy mal, realmente.


Un atardecer, cuando el sol se ponía ya, llegó toda una bandada de grandes y magníficas aves, que salieron de entre los matorrales; nunca había visto nuestro pato aves tan espléndidas. Su blancura deslumbraba y tenían largos y flexibles cuellos; eran cisnes. Su chillido era extraordinario, y, desplegando las largas alas majestuosas, emprendieron el vuelo, 
marchándose de aquellas tierras frías hacia otras más cálidas y hacia lagos despejados. Eleváronse a gran altura, y el feo patito experimentó una sensación extraña; giró en el agua como una rueda, y, alargando el cuello hacia ellas, soltó un grito tan fuerte y raro, que él mismo se asustó.  


¡Ay!, no podía olvidar aquellas aves hermosas y felices, y en cuanto dejó de verlas, se hundió hasta el fondo del pantano. Al volver a la superficie estaba como fuera de sí. Ignoraba su nombre y hacia donde se dirigían, y, no, obstante, sentía un gran afecto por ellas, como no lo había sentido, por nadie. No las envidiaba. ¡Cómo se le hubiera podido ocurrir el deseo 
de ser como ellas! Habríase dado por muy satisfecho con que lo hubiesen tolerado los patos, ¡pobrecillo!, feo como era.


Era invierno, y el frío arreciaba; el patito se veía forzado a nadar sin descanso para no entumecerse; mas, por la noche, el agujero en que flotaba se reducía progresivamente. Helaba tanto, que se podía oír el crujido del hielo; el animalito tenía que estar moviendo constantemente las patas para impedir que se cerrase el agua, hasta que lo rindió el cansancio, y, al quedarse quieto, lo aprisionó el hielo.


Por la mañana llegó un campesino, y, al darse cuenta de lo ocurrido, rompió el hielo con un zueco y, cogiendo el patito, lo llevó a su mujer. En la casa se reanimó el animal. 


Los niños querían jugar con él, pero el patito, creyendo que iban a maltratarlo, saltó asustado en medio de la lechera, salpicando de leche toda la habitación. La mujer se puso a gritar y a agitar las manos, con lo que el ave se metió de un salto en la mantequera, y, de ella, en el jarro de la leche ¡y yo qué sé dónde! ¡Qué confusión! La mujer lo perseguía gritando y blandiendo las tenazas; los chiquillos corrían, saltando por encima de los trastos, para cazarlo, entre risas y barullo. Suerte que la puerta estaba abierta y pudo refugiarse entre las ramas, en la nieve recién caída. Allí se quedó, rendido.


Sería demasiado triste narrar todas las privaciones y la miseria que hubo de sufrir nuestro patito durante aquel duro invierno.  Lo pasó en el pantano, entre las cañas, y allí lo encontró el sol cuando volvió el buen tiempo. Las alondras cantaban, y despertó, espléndida, la primavera.


Entonces el patito pudo batir de nuevo las alas, que zumbaron con mayor intensidad que antes y lo sostuvieron con más fuerza; y antes de que pudiera darse cuenta, encontrose en un gran jardín, donde los manzanos estaban en flor, y las fragantes lilas curvaban sus largas ramas verdes sobre los tortuosos canales. ¡Oh, aquello sí que era hermoso, con 
el frescor de la primavera! De entre las matas salieron en aquel momento tres preciosos cisnes aleteando y flotando levemente en el agua. El patito reconoció a aquellas bellas aves y se sintió acometido de una extraña tristeza.


- ¡Quiero irme con ellos, volar al lado de esas aves espléndidas! Me matarán a picotazos por mi osadía: feo como soy, no debería acercarme a ellos. Pero iré, pase lo que pase. Mejor ser muerto por ellos que verme vejado por los patos, aporreado por los pollos, rechazado por la criada del corral y verme obligado a sufrir privaciones en invierno-. Con un par de aletazos se posó en el agua, y nadó hacia los hermosos cisnes. Éstos al verle, corrieron a su encuentro con gran ruido de plumas. - ¡Matadme! -gritó el animalito, agachando la cabeza y aguardando el golpe fatal. 


Pero, ¿qué es lo que vio reflejado en la límpida agua? Era su propia imagen; vio que no era un ave desgarbado, torpe y de color negruzco, fea y repelente, sino un cisne como aquéllos.


¡Qué importa haber nacido en un corral de patos, cuando se ha salido de un huevo de cisne!
Entonces recordó con gozo todas las penalidades y privaciones pasadas; sólo ahora comprendía su felicidad, ante la magnificencia que lo rodeaba.


Los cisnes mayores describían círculos a su alrededor, acariciándolo con el pico.
Presentáronse luego en el jardín varios niños, que echaron al agua pan y grano, y el más pequeño gritó:
- ¡Hay uno nuevo!
Y sus compañeros, alborozados, exclamaron también, haciéndole coro:

- ¡Sí, ha venido uno nuevo!
Y todo fueron aplausos, y bailes, y brincos; y corriendo luego al encuentro de sus padres, volvieron a poco con pan y bollos, que echaron al agua, mientras exclamaban:
- El nuevo es el más bonito; ¡tan joven y precioso! -. Y los cisnes mayores se inclinaron ante él.


Pero él se sentía avergonzado, y ocultó la cabeza bajo el ala; no sabía qué hacer, ¡era tan feliz!, pero ni pizca de orgulloso. Recordaba las vejaciones y persecuciones de que había sido objeto, y he aquí que ahora decían que era la más hermosa entre las aves hermosas del mundo. Hasta las lilas bajaron sus ramas a su encuentro, y el sol brilló, tibio y suave. 


Crujieron entonces sus plumas, irguiose su esbelto cuello y, rebosante el corazón, exclamó:
- ¡Cómo podía soñar tanta felicidad, cuando no era más que un patito feo!.

FIN